Había una vez un hombre que quería trascender su sufrimiento, de modo que se fue a un templo budista para encontrar a un maestro que lo ayudase, se acerco a él y le preguntó: “Maestro, si medito cuatro horas al día, ¿cuánto tiempo tardaré en alcanzar la iluminación?”.
El maestro lo miró y le respondió: “Si meditas cuatro horas diarias, tal vez lo consigas dentro de 10 años”.
El hombre pensando que podía hacer más, le preguntó: “Maestro, y si medito ocho horas diarias, ¿cuánto tiempo tardaré en alcanzar la iluminación?”
El maestro le miró y le respondió, si meditas ocho horas diarias, tal vez lo lograrás en 20 años”.
– “Pero, ¿por qué tardaré más tiempo si medito más?”, preguntó el hombre.
El maestro contestó: “No estás aquí para sacrificar tu alegría ni tu vida; estás aquí para vivir, para ser feliz y para amar. Si puedes alcanzar tu máximo nivel en dos horas de meditación pero utilizas ocho, sólo conseguirás agotarte, apartarte del verdadero sentido de la meditación, y no disfrutar de tu vida”.
Este fragmento nos invita a la reflexión de lo que hacemos y cómo lo hacemos. Nos transmite la importancia del presente, del aquí y del ahora. Nos acerca a virtudes como la humildad, la gratitud, la bondad, la paciencia o la sabiduría. El sentido de “andar en vez de llegar”, “disfrutar en vez de lograr”, “vivir en vez de sobrevivir”, “amar en vez de querer”, “presente en vez de futuro”. Es el camino que recorremos, en vez del destino. Es lo que soy ahora, en vez de en lo que tengo que convertirme. Es el “ser” y no el “estar”; el “estar” es un estado, es algo transitorio, mientras que el “ser” se relaciona con nuestra esencia. Cuando “eres” surge la liberación de toda apariencia.